Después de atracar en Edfú salimos a eso de las 8 de la mañana a visitar su Templo.
Una calesa con el número 115 (como el autobús que cojo casi todos los días para ir a trabajar), nos acercó a Justo, Pablo, Marisa y a mí al templo.
La ciudad de Edfú estaba llena de actividad, de gente, de ruido y de las calesas que llevaban a turistas hacia su destino. Era una divertida locura.
Desde donde nos dejaban las calesas teníamos que andar unos metros cruzando el habitual mercado (¿cómo no?) hasta llegar a la entrada del recinto.
A Justo se le acercó un vendedor y le preguntó su nombre. Él se llamaba Abdul y le hizo prometer a Justo que a la vuelta se pasaría por su tienda... cosa que consiguió esquivar al regreso.
Además nos hablaban desde todos los lados ofreciéndonos chilabas, manteles, pañuelos... a unos precios muchísimo más baratos que los de las “tiendas flotantes” de Esna.
¿Nos habrían timado el día anterior?. Quizá sí, o quizá no. Luego aprendimos que para atraerte a su tienda, los vendedores te ofrecen un precio, que no tiene nada que ver con el que luego de dicen una vez que ya estás en su terreno.
A la vuelta Justo y yo cogimos nuestra calesa 115 con los chicos: Pablo, Álvaro y Julia, con el consabido cachondeo de nuestro calesero que nos preguntaba si esos eran nuestros hijos: “bibis, bibis” (bebés, bebés), “tú, mamá”, decía él.